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Conversación con el Monstruo |
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Juan Bonilla | Javier Memba |
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A petición de EMECÉ EDITORES, el 4 de febrero de 1999 Juan Bonilla* presentó la novela de Lázaro Covadlo, Conversación con el monstruo, en el auditorio del FNAC de Madrid. Este es el texto que leyó en dicha ocasión.
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Es
curioso observar que de las novelas, cuando ha trascurrido algo de tiempo,
nos suele quedar una vaga impresión general y unas cuantas anécdotas que
conservamos casi siempre con menos nitidez de la que tiene en nuestra
memoria nuestra propia imagen de los lectores que éramos cuando estábamos
leyendo la novela. Las novelas sirven, sobre todo para recordarnos. Lo
he podido comprobar últimamente, dedicándome a preguntar a algunos amigos
qué les quedaba de alguna novela leída años atrás. El resultado era el
que ya he descrito: vagas nociones del argumento, detalles de algunas
escenas, rasgos de personajes que se habían adherido a las paredes de
la memoria del lector con más eficacia que la sustancia narrativa de la
obra. Y casi sin excepción, quedaba un cúmulo de impresiones sobre el
propio lector, la imagen clara del ejemplar donde se leyó la novela, del
lugar o los lugares donde se fue desarrollando la lectura, de la situación
anímica por la que atravesaba el lector. Uno de mis encuestados llegó
a decirme que no recordaba apenas nada de una novela que leyó hace años
de Boris Vian, pero no podrá olvidar nunca el sabor de las pasas que se
tomaba mientras leía la novela: por eso digo que las novelas nos sirven
sobre todo para recordarnos. Yo creo que de cada novela leída podemos
dar noticia a los demás con simples gestos: sonrisas, fruncir de cejas,
encogimiento de hombros, mueca de indiferencia o desprecio, mueca de
asombro. Si una cámara secreta me hubiera grabado mientras leía Conversación
con el monstruo de Lázaro Covadlo, cuando pasara el tiempo, podría
demostrar lo mucho que he disfrutado con esta novela con la sola estrategia
de mostrar las imágenes de esa cinta: mientras leía debía ponérseme una
cara de regocijo y felicidad que no consiguen suscitarme muchos libros.
Si me preguntarais, qué te quedará de esta novela, respondería sin duda:
la impresión de libertad y valentía de un narrador generoso (pues no se
ha guardado nada de su arsenal inventivo y lo ha derramado sin tacañería
por la páginas de su novela), unas cuantas escenas regocijantes (como
la del inolvidable concierto de Nicky Maremotto o el viaje en avión que,
enfundado en un abrigo lleno de dólares, el protagonista hace de Santiago
de Chile a Buenos Aires) y sobre todo una cabalgata de personajes alucinados
y hechizantes de los que el narrador, Ernesto Pasternak, nos va dando
noticia como los bardos antiguos, sabiéndose receptor de una sucesión
de hechos milagrosos, sorprendentes, irreales, que merecen ser consignados
para que no se pierdan en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Porque
como el replicante de Blade Runner, el Ernesto Pasternak de la novela
de Lázaro Covadlo podría decir con toda justicia que ha visto cosas que
no podríamos llegar a imaginar, y ha conocido seres que si no fueran por
él no existirían. Yo
no sé si es verdad que en la vida de cualquiera de nosotros, enterrada
como las estatuas en la piedra a la espera de la gubia maestra que las
haga salir al aire, hay una novela magistral. Puede que sí, puede que
no. Lo que parece evidente es que hay personajes de novela en cuyas vidas
caben varias vidas como las nuestras, están dotados de una fuerza arrebatadora
cuyo propósito no es otro que el de conseguir permanecer entre nosotros,
formando parte de nuestras circunstancias, una vez que el libro se ha
cerrado, una vez que hemos desapercibido la atención en otros libros o
nos hemos dejado distraer por otras ficciones. Ernesto Pasternak es de
esos personajes, y no sólo porque las cosas que le pasan, las gentes que
conoce y su evidente propensión a los raros le permitan atesorar una galería
de monstruos que por fuerza ha de llamarnos la atención, sino, también
o sobre todo, por el tono con el que decide encarar el viaje a su pasado,
un tono que acompaña a las peripecias y la convierten en regocijantes
gracias a un humor delicioso en el que se va escudando, sin descartar
los apuntes líricos y las reflexiones inteligentes. Hacer una nómina de
los personajes de esta novela para dar una idea de su singularidad puede
ser una pretensión tramposa, pues esa idea que se dé es posible que falsee
la intensidad dramática de Conversación
con el monstruo. Pero, corramos ese riesgo, y apuntemos que en esta
novela los lectores encontrarán a gente como el gran buscador de monstruos
Vicente Zárate, el presunto filósofo renacentista Giordano Tallaferro,
de quien se reproducen algunos pensamientos tan desasosegantes como éste:
toda
certeza de la pasión se revela ilusoria bajo la luz de la mañana
,
el jefe de una secta Silas Rodrigo, Shulamit, la dama de
pechos perfectos, que pertenece a un movimiento scout sionista, María
Inés, la dama que no es de este mundo, que ama a un hombre a quien ha
buscado en todos los cuerpos con los que ha yacido. Hablando de damas,
Conversación con el monstruo
es también un monumental homenaje a ellas: el enamoradizo Pasternak, casi
sin quererlo, va esbozando un tratado del amor que, por mucho que nos
suscite sonrisas y a veces nos invite a la carcajada, desgrana el siempre
problemático asunto de las relaciones entre los sexos con una eficiencia
inaudita. Vuelvo
al principio: es evidente que sin las novelas, algunos de nosotros tendríamos
menos recuerdos de los que tenemos. Ganarse sitio en nuestra memoria con
algo que sea una vaga impresión general o datos, llamémosle, científicos
que
suelen agarrarse mal a las deseadas paredes de la memoria: por ejemplo,
de los amigos a los que les pregunté casi ninguno recordaba en qué persona
está narrada Madame Bovary,
porque eso no es más que un andamio imprescindible para levantar la casa,
pero que se ha de retirar luego ganarse
un sitio en nuestra memoria es algo a lo que aspira todo escritor que
lo sea de verdad, que no se conforme con hacernos pasar un buen rato proponiéndonos
una mera adivinanza. Lázaro Covadlo conoce la alquimia de la narración:
en este sentido es un narrador antiguo, y espero que no se tome a mal
este adjetivo que yo utilizo como el más soberano de los elogios. Al decidirse
a contar la vida de Ernesto Pasternak, al tratar de que la memoria de
éste nos perteneciera, contaba con su prodigiosa capacidad de crear personajes,
representarlos con unos pocos y selectos detalles, que pueden ir desde
un comentario aparentemente intrascendente, hasta su propia manera de
expresarse. De esa prodigiosa capacidad ya sabíamos los lectores que quedamos
hipnotizados con los relatos de Agujeros Negros. De que esa capacidad no tenía por qué quedar recluida
en la extensión breve de los relatos, también nos enteramos los lectores
de Remington Rand, una infancia
extraordinaria. Ahora, al confirmar lo que ya habíamos tenido ocasión
de descubrir y probar, nos enorgullecemos de disponer de un escritor tan
valiente como Lázaro Covadlo. Yo, con esta Conversación
con el monstruo, no puedo sino manifestar mi entusiasmo y esperar
contagiarlo a los amigos o a quienes me escuchen. Les invito pues a que
entren en estas memorias de un tipo excepcional que conoció a muchos otros
seres excepcionales. Y les invito a que se graben con una cámara mientras
leen, para que dentro de algún tiempo, si alguien les pregunta, qué les
queda de la lectura de Conversación
con el monstruo, puedan recordar, antes que a ninguno de sus personajes,
antes que a ninguna de sus desopilantes escenas, sus propias caras de
regocijo, indicativo insobornable de que estaban disfrutando mucho con
la lectura. Lean,
pues esta novela, para, sobre todo tener un buen recuerdo de ustedes mismos. Juan
Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) ha publicado el libro de prosas Veinticinco
años de éxitos (La carbonería, 1993), Partes
de guerra (Poesía, Pre-Textos, 1994). El
que apaga la luz (Cuentos, Pre-Textos, 1994), Nadie
conoce a nadie (Novela, Ediciones B, 1996), y en 1998 Cansados de estar muertos (Espasa)
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Confirmación
de un novelista Evocar la propia existencia a través del papel que jugaron en ella los demás, o lo que es lo mismo: admitir aquello de John Donne de que nadie es una isla, nos devuelve a propuestas de otros tiempos. Eso es precisamente lo que le ocurre a Ernesto Pasternak, protagonista de la tan esperada nueva entrega de Lázaro Covadlo y, sin embargo, la novela es admirablemente novedosa. Más que a los motivos que movieron a aquellos, que nos contaban que la vida es una aventura colectiva, todo parece apuntar a que el procedimiento mediante el que Ernesto Pasternak evoca su pasado, no es más que un recurso de Covadlo para organizar la gran cantidad de ideas –al parecer muchas autobiográficas– que han dado forma a la narración. Por lo demás, los fragmentos referidos al kibutz israelita, dan fe del escepticismo del autor ante el cooperativismo y demás sandeces de épocas remotas. Tras su encuentro con José María Ballesteros, Pasternak repasará toda su vida mediante el procedimiento ya referido. De esta manera, constatamos una constante en la obra de este autor argentino: la puesta en marcha de la historia tras producirse el contacto entre su protagonista y un ser, más o menos prodigioso, que en Remington Rand, una infancia extraordinaria era el Diablo. También al igual que en aquélla, Covadlo se vale de la experiencia de su personaje para ofrecernos una visión heterodoxa y amena de algunos episodios de la historia de este siglo –campos de exterminio nazis, desilusión de los militantes comunistas al cómo el estalinismo pretende reconducir la revolución española, el fascismo de los años siguientes, etcétera– que, de no ser retratados con el talento que él demuestra, raramente admitirían una visión jocosa. En los últimos años, muchos autores han conocido el éxito por cuestiones extraliterarias. No es el caso de Covadlo, quien a todas luces merece la buena fama que le han otorgado sus primeras ediciones españolas. Javier Memba, Esfera (diario El Mundo, Madrid) 27 de febrero de 1999. |
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