TEXTOS


 


 

Nunca apagaba la luz

Noche tras noche me resistía a mirar en dirección a la ventana. Nunca apagaba la luz, y detrás de aquel vidrio la oscuridad exterior era un telón negro. Cerraba los párpados e intentaba dormir, y en tanto no llegaba el sueño yo rezaba. Le suplicaba a Dios no estar despierto cuando llegara el momento. ¡Cómo me costaba sustraerme a la vigilia y encontrar refugio en la inconsciencia del sueño más profundo! Muchas noches de invierno sentía por allá afuera, girando alrededor de la casa, la queja del viento. En ocasiones me daba por imaginar que el viento penaba por su propio desamparo, por no serle permitida la entrada a los hogares. Daba por seguro que de noche, cualquier ser, objeto o elemento que estuviese a la intemperie debía de vivir atormentado: de noche el mundo externo era un terrible abismo. En cambio, ¡era tan cálido mi cuarto! En las paredes, de color azul celeste, mamá había pintado conejitos, jirafas y elefantes. El cielo raso también era de color azul, aunque era un azul más luminoso. Paseaba mis ojos por aquellas superficies amables y me empeñaba en apartarlos de la negrura de la ventana desprovista de cortinas. Me abrazaba a mi osito tibio peludo y gordinflón, y entonces él y yo nos sumergíamos en el amigable mundo que hay debajo de las mantas, pero al cabo de un tiempo sacaba la cabeza y no podía evitar que mis ojos se fijaran en la ventana; entonces veía ese rostro que cada noche asomaba desde un ángulo y se ponía a espiar. Era una visión fugaz, pues el mirón, al sentirse descubierto, rápidamente volvía a esconderse entre las sombras del abismo. Sin embargo, aun cuando no alcanzaba a descubrir su identidad, no podía dejar de ver el brillo ansioso de sus ojos acechantes. Algunas veces también creí ver su brazo, y su puño sosteniendo el relámpago de una hoja de metal. Las primeras noches grité y reclamé la presencia de mi madre, pero dejé de hacerlo al cabo de muchas reprimendas. Ella amenazó con apagar la luz si insistía en inventar historias; eso fue lo que dijo. Si alguna vez hubo algo o alguien allí afuera yo lo esperé en vano, pues pasaron los años y nunca vino a por mí. Terminé convenciéndome de que lo que había creído ver no existía fuera de mi imaginación. Después me hice adulto y enfilé por los carriles trazados para nuestra especie: me casé y tuve un hijo. Mi hijo también empezó a ver cada noche el rostro del espía tras los cristales de su ventana. Cierto atardecer salí de casa y quedé a la espera. El puñal que llevaba conmigo daría cuenta de cualquiera que se dedicara a asustar a mi niño. Pasaron las horas y al final me asomé a la ventana del cuarto iluminado. Era enternecedor ver a mi hijo abrazado a su osito de peluche. De pronto sus ojos se encontraron con los míos, y antes de que pudiera esconderme, en los suyos alcancé a descubrir el terror.

Cuento del libro Agujeros negros, editorial Áltera, Barcelona - 1997

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Honor al buen servicio

El día que Gómez se hizo cortar la cabeza para que le fuera ofrecida a nuestro Presidente, éste le envió unas horas antes la bandeja. No era de oro; sólo era una bandeja de plata. Lo cierto es que el desempeño de Gómez en su función minis-terial siempre fue algo mediocre. Sin embar-go, dicen que se comportó como un valiente en el instante final, y cuando le ofrecieron inyectarle el usual tranquili-zante lo despreció con gallardía. Se afeitó, se duchó y enjabonó a conciencia, para dejar el cuerpo muy limpio. Se lavó bien el pelo, y, llegado el momento, colocó el cuello en la tabla y con tono firme emitió la voz de mando: -Proceda -dijo a su asistente. El pobre hombre tenía los ojos llorosos, pero obedeció sin que le temblara la mano que empuñaba el hacha. La bajó con fuerza, y de un solo y nítido golpe separó la cabeza del tronco. Cuando su jefe estuvo dividido en dos lavó la sangre y colocó la ofrenda en la bandeja. Antes pasó el peine por el pelo de Gómez, que se había desarreglado. Martínez, cuya labor en la Secretaría de Propaganda del Estado fue brillante, mereció una bandeja de oro. También él fue valiente, dicen. Antes de hacerse degollar estuvo un par de horas arreglándose el bigote finito. Ahora Martínez tiene una estatua en la Plaza de la Libertad. Bandeja de Oro también mereció González, que fue Canciller durante casi veinte años, y Pérez, y García, y Gutiérrez. El uno Ministro de Orden Interno, el otro Ministro de Guerra, el otro Secretario de Cultura. A Fernández le fue enviado un cajón de fruta ya usado, sucio e impregnado de las fetideces de frutas picadas, y cuando le llevaron en ese receptáculo su cabeza a nuestro Presidente, éste no quiso verla. Mandó que echaran cajón y cabeza a la basura. Es forzoso reconocer que Fernández fue un desastre toda la vida, y que su labor en el Ministerio de Salud Pública resultó vergonzosa. Él, ciertamente, no tiene estatua ni nada. Es historia conocida que en el momento de la verdad temblaba y chillaba como un cerdo. Qué distinto del caso de Álvarez, el que fuera Ministro de Hacienda y antes Secretario de Organización del Partido, a quien nuestro Presidente le hizo llegar una bandeja de oro con incrustaciones de perlas. Ese día Álvarez dio una fiesta para despedirse del Gobierno y de paso de la vida. Estaban sus hijos y su mujer, y las nueras, y los yer-nos, y también sus ancianos padres, y nosotros, sus amigos y camaradas de causa. Hubo música y baile. Brindamos por nuestro Presidente, por su bondad, por su justicia, por su sabiduría y por su generosidad. Y también, como es justo, brindamos por la próxima decapitación de Álvarez. Al final llegó riendo a la mesa del hachazo y, con resuelta alegría, colocó su cuello y le ordenó al asistente que procediera. Ahora Álvarez tiene estatua frente a la Casa de Gobierno, en la Plaza de la Concordia. Nunca se sabe en qué basa su decisión nuestro Presidente cuando envía una bandeja. Y es que la mayoría de las veces sus designios escapan a nuestra limitada comprensión. Sin embargo es posible, circunstancialmente (sólo circunstancialmente), intuir sus motivos. No es preciso que la causa sea una falta grave, ni mucho menos, por parte del funcionario decapitable. En ocasiones todo viene de una opinión no requerida, una pregunta molesta, un saludo a destiempo, una mirada inoportuna o en exceso sostenida, una bajada de ojos, un tartamudeo delator, una vacilación. A nuestro Presidente, cuya comprensión es ilimitada, nada se le escapa, y cuando no alcanzamos a intuir sus razones, sabemos, de todos modos, que sus actos siempre tienen un fundamento profundo. Dice el pueblo que él se las sabe todas, pues es el mayor de los estrategas y el más hábil de los tácticos. Algunos disidentes (que por fortuna ya fueron eliminados) llegaron a objetar sus resoluciones, pero quienes le seguimos con lealtad no desconocemos que todo lo que hace y determina por algo será. Él nada hace porque sí. Supongo que en la última comida oficial debo de haber cometido algún error: quizá dejé mal colocados los cubiertos, o puede que hiciera un poco de ruido al tomar la sopa. De modo que hace un par de horas que llegó mi bandeja. No pude disimular mi dicha al ver que era de platino y oro, con incrustaciones de piedras preciosas y una frase grabada en el metal: "Honor al buen servicio". En unos momentos mi asistente bajará el hacha. He dispuesto que la decapitación se realice sin anestesia, claro está.

Primer cuento del libro Agujeros negros, editorial Áltera, Barcelona - 1997

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ESCRITO EN PLATA

BUENOS AIRES

Lázaro Covadlo

Sólo conozco una ciudad cuyos ambientes canallas y encanto bohemio, sumado al refinamiento cultural de los salones y de ciertos cafés, me permita evocar a Buenos Aires: París. Por eso algunas veces he supuesto que la capital de Francia viene a ser la Buenos Aires de Europa. Tal vez también Julio Cortázar lo haya creído así; vivió buena parte de su existencia en París, y en dicha ciudad escribió relatos inolvidables. Muchos tienen por escenario los barrios de Buenos Aires.

En Historias de Cronopios y de Famas hay un cuento corto de Cortázar, Simulacros. Una familia estrambótica levanta un patíbulo en el jardín delantero de la casa y consigue escandalizar a los vecinos. Sucede en la calle Humboldt, del barrio de Palermo, que es un barrio muy extenso. Gran parte de la ciudad está formada por barrios de calles amplias y anchas aceras bordeadas de árboles, como si se tratase de una suma de aldeas más que un conglomerado urbano. La zona que describe Cortázar se conoce como Palermo viejo, y la calle Humboldt corre paralela a la avenida Juan B. Justo, una arteria kilométrica bajo la cual fluye, ceñido por un gran colector, el caudal del arroyo Maldonado. En una orilla fangosa de ese arroyo, cuando éste aún no había sido entubado, empezó a morir de una puñalada Francisco Real, que le decían el Corralero, y fue a soltar el último aire en el salón de Julia, un quilombo (burdel) “de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado”. Así lo cuenta Jorge Luis Borges en ese relato de antología, Hombre de la esquina rosada, de su libro Historia universal de la infamia. El cuento de Borges sitúa los hechos quizás a finales del siglo XIX, pero la familia estrafalaria que describió Cortázar posiblemente cometiera sus tropelías a mediados de los 40 del siglo que pasó.

Es una familia, la que inventa Cortázar, que enloquece a los vecinos: sus integrantes un día copan el funeral de un muerto ajeno (Conducta en los velorios) y otro se apoderan de la oficina de correos de la zona, situada en la calle Serrano (Correos y telecomunicaciones). A ese sector de lo que era Serrano lo han llamado calle Jorge Luis Borges. Se llama así a partir de la plazoleta Cortázar, actualmente rodeada de cafés y restaurantes frecuentados por diletantes, bohemios de lujo, artistas y amantes de la diversión. En otro extremo del barrio, lindando con el barrio de Almagro y la zona Norte, hay otra plazoleta cercada de locales de similar ambiente, pero más sofisticados. Todo el mundo la llama plaza Freud, y a nadie le importa su denominación oficial. A los alrededores se los conoce como Villa Freud, porque concentran la mayor proporción de psicoanalistas en una ciudad que los ha exportado a medio mundo. Por allí cerca vive el escritor Rodolfo Enrique Fogwill, con quien me encontré una noche veraniega de 1997. El autor de Cantos de marineros en La Pampa me invitó a una pizzería y después tomamos whisky en el café Freud. Del otro lado de la plaza está la competencia, el café Jung. ¿Qué otro rótulo podía llevar?

Avistando a Borges desde un café
Pero volvamos a la plazoleta Cortázar y a la continuación de la calle Serrano. En una casona de esa arbolada arteria, que ahora lleva su nombre, vivió Borges hasta que se trasladó a Europa con sus padres y su hermana, a la edad de trece años. Allí regresó después de los veinte, pero el barrio ya no le pareció el mismo, y lo lamenta con estos versos de su libro Luna de enfrente, escrito en 1925: “Calle Serrano/ Vos ya no sos la misma de cuando el centenario/ Antes eras más cielo y hoy sos puras fachadas”.

De cualquier modo, parece claro que en el recuerdo del autor de El libro de arena, en ese barrio de Palermo situó su patria más entrañable. Un territorio que circunscribe en su poema Fundación mítica de Buenos Aires, de Cuaderno de San Martín, escrito en 1929. “La manzana pareja que persiste en mi barrio:/ Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”

Sin embargo, de mayor Borges fue a vivir con doña Leonor Acevedo, su madre, a la calle Maipú, en el centro de la ciudad. Entonces ya era director de la Biblioteca Nacional, que a la sazón se hallaba en un caserón colonial del barrio de San Telmo, y ahora tiene un gran edificio de diseño arquitectónico en la zona norte. Lo vi pasar muchas tardes, con su paso de ciego, por la esquina del café donde yo solía repostar: Maipú y Paraguay, a cien metros de la calle Florida y a otros cien de la elegante avenida Santa Fe.

Si volvemos a la plazoleta Cortázar, y retomamos la calle Serrano (el sector que conserva su antiguo nombre), nos adentraremos en el barrio de Villa Crespo, en el que desde principios del pasado siglo se afincaron emigrantes judíos provenientes de Rusia y Europa Central, árabes y armenios. Si caminamos unas diez manzanas por esas aceras anchas, bajo las copas de árboles frondosos, llegaremos al fin a la renombrada avenida Corrientes. Claro que la avenida Corrientes de Villa Crespo, aunque es la misma que comienza casi en el puerto y atraviesa el centro, no es la Corrientes famosa de los teatros, las salas de cine, las librerías abiertas hasta la madrugada y los restaurantes. Esta parte de la avenida Corrientes, aunque también posee comercios y algunos cafés y casas de comida, tiene el carácter de una avenida de barrio. Yo la quiero porque allí viví un tercio de mi vida (allí fueron a parar mis abuelos, judíos provenientes de Rusia), pero todos los días tomaba el subte, que así es como llaman al metro los porteños, y me evadía hacia el centro, hacia la Corrientes bulliciosa y más divertida que empieza después de cruzarse con la avenida Callao.

La parte de la avenida Corrientes de Villa Crespo, hasta la década de los 30 del pasado siglo, se denominó Triunvirato. Por ese sector, a unas cuadras del arroyo Maldonado, habían puesto una tienda los padres de Santiago Fischbein, personaje de otro cuento de Borges, El indigno, del libro El informe de Brodie. Si avanzamos por esta avenida y atravesamos Juan B. Justo, bajo la cual discurre el arroyo, si continuamos andando unas diez manzanas, llegaremos al gran portón de entrada del mayor cementerio de Buenos Aires; tal vez la necrópolis más grande de América del Sur: el Cementerio de La Chacarita, donde, entre tantos miles de finados yacen Carlos Gardel y el general Perón. Allí nace la avenida Federico Lacroze, por la que podemos andar un par de kilómetros hasta la avenida Cabildo y luego seguir otro par o tres de kilómetros por esas calles interminables hasta llegar al barrio de Saavedra, en el límite de la ciudad y tan alejado del centro que algunos lo conocen como Siberia. Allí transcurre la trama de El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares, quien no ha sido inhumado en La Chacarita, sino en el Cementerio de los monjes recoletos, más renombrado como La Recoleta, “Aquí es pundonorosa la muerte”, dice Borges, en el poema que dedica a ese camposanto donde reposan aristócratas y próceres de la patria. Se da la circunstancia de que Bioy Casares vivió la mayor parte de su vida en este barrio, al que también se lo denomina la Recoleta, aunque, más propiamente, es el barrio del Pilar, y queda a unos diez kilómetros de distancia de Saavedra.

Yo vi por primera vez a Bioy Casares a mediados de los sesenta, cuando él cenaba con su mujer, Silvina Ocampo (hermana de Victoria), en Angiola, un restaurante económico que servía buenos pescados y pasta al dente. Angiola estaba en el barrio, bajo la recova, donde el Buenos Aires bacan, del dinero y la gente bien, limita de noche con la urbe canallesca. El establecimiento ya no existe, pero en su buena época era frecuentado por artistas, bohemios, playboys y aristócratas. Bioy residía a pocos pasos, en un piso de la muy exclusiva calle Posadas (número 1650, que sumándolos da primero el 12 y finalmente el 3, me dijo en una ocasión: “La Trinidad y los Discípulos de Cristo”. Era agnóstico, pero le gustaban estos juegos). Antes había vivido en una mansión de la avenida Quintana, 174 (siempre el 12 y el 3; siempre en el mismo barrio). Fue por causa de esa procedencia social y geográfica, que quienes me acompañaban en mi mesa hablaron de él con términos despectivos. Bioy, las hermanas Ocampo, Borges, Mujica Lainez y toda esa “calaña encopetada” monopolizaba la cultura nacional, dijeron ellos, que eran unos izquierdistas de pacotilla con revista literaria de un solo número. Pero Bioy hacía casi tres décadas que había publicado La invención de Morel, y yo lo admiraba.

Solitario Sábato
La revista literaria de un solo número tenía por nombre Letra podrida, y se suponía que era el colmo de la rebeldía en cuestiones culturales. Confieso que inventé el título y les ayudé a pergeñarla. Nos reuníamos en un bar céntrico, el Florida, en la calle Viamonte, a cien metros de la famosa calle Florida, próximo también al domicilio de Borges. A mí me gustaba asistir a ese bar porque entonces era muy joven y el ambiente resultaba propicio para ligar con chicas de la Facultad de Filosofía y Letras, que se encontraba a cien metros. Allí lo veía con frecuencia a Ernesto Sábato, quien hacía tiempo que era un escritor famoso, por eso me parecía extraño que casi siempre estuviera sentado solo a una mesa. Creo que a Sábato le gustaban el bar y esas calles céntricas, aunque gran parte de la trama de su novela más conocida, Sobre héroes y tumbas, transcurre en otro lado de la ciudad, en el barrio de Barracas, donde tiene lugar la tragedia central de la novela. Cerca de allí está el parque Lezama, escenario del encuentro entre Martín y Alejandra, personajes principales de la historia. En aquellas lomas el adelantado Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires, en 1536. Cerca está el Riachuelo, ese río cubierto de petróleo en cuyas orillas perduran cadáveres de viejos barcos cargueros. El estadio del club Boca Juniors no queda lejos. Osvaldo Soriano vivió en el barrio hasta su muerte, acaecida en 1997. Sin embargo, el autor de No habrá más penas ni olvido era forofo de un club rival: San Lorenzo de Almagro.

Un par de veces me acerqué a Sábato, en el bar Florida, y en ambas lo encontré receptivo. Me habló del gran Witold Gombrowicz, y de su excelente novela Ferdydurke, para la cual Sábato había escrito un prólogo destinado a su primera edición en castellano. El escritor polaco había vivido 24 años en Buenos Aires, pero era un desconocido para casi todos. Esto escribió Gombrowicz en su diario de los años 1953-1956: “Camino por la avenida Corrientes, solo y desesperado. Delante de mí no veo esperanza alguna. Se me está acabando todo, no consigo iniciar nada. ¿El balance? Después de tantos años de esfuerzos, ¿quién soy? Un oficinista rendido por siete horas diarias de darle vueltas a la noria, ahogado en todos sus proyectos literarios. No puedo escribir nada, fuera de este diario, porque cada día durante siete horas cometo el asesinato de mi propio tiempo”.

Otro exiliado ilustre, que vivió en Buenos Aires 27 años (a la distancia de una calle del Congreso de la Nación), fue el genial Ramón Gómez de la Serna, quien nunca quitó de la esfera de su reloj la hora de Madrid. El inventor de las greguerías, veterano conferenciante, sabía tomarse la vida con humor, por eso escribió: “Sabido es que la Argentina es la primera consumidora de conferenciantes del mundo”.

Y vuelvo a Bioy Casares para decir que lo abordé una tarde en el bar La Biela. Él acababa de publicar Diario de la guerra del cerdo, y aunque conocía su fama de tímido me acerqué a saludarlo. Me invitó a su casa, a la que entré una tarde de lluvia. Me mostró el único ejemplar que poseía de su primer libro: Prólogo. También me presentó a su mujer y a su única hija, Marta. Ellas dos, al igual que Bioy, yacen ahora en el cementerio de la Recoleta, y justo enfrente está La Biela. Frecuento ese bar de la avenida Quintana cada vez que visito Buenos Aires. El establecimiento, que se inauguró en 1850, era visitado en la década de los cincuenta por fanáticos del automovilismo. En la actualidad es el lugar de cita de intelectuales, artistas y políticos. Los parroquianos opinan que es el motor de la vida social del barrio, pero en los últimos años han brotado en la vecindad decenas de otros bares y restaurantes. Todos en torno al parque, cuyo mítico gomero con una copa de enorme diámetro causa asombro. Los fines de semana hay feria artesanal, músicos y payasos espontáneos. El bullicio de la zona es permanente. Los muertos del cementerio de enfrente gozan de alegre y festiva compañía.

Desde La Recoleta es posible adentrarse en el barrio Norte por la calle Guido. La mayoría de los vecinos son medianamente adinerados, algunos más que otros. Esta arteria se junta con la calle Talcahuano, en la que había instalado su librería don Santiago Fischbein, el personaje del relato El indigno, en el que le refiere a Borges un hecho vergonzoso de su juventud, en el barrio de Villa Crespo, junto al arroyo Maldonado. Borges no especifica a qué altura de Talcahuano se encontraría la librería de Fischbein, pero me gusta imaginar que sería en el cruce con Lavalle. Si caminamos en dirección al río y atravesamos la avenida 9 de Julio, de la que los porteños se enorgullecen porque tal vez sea la más ancha del mundo, nos encontraremos en el sector que hasta los años ochenta fue conocido como “la calle de los cines”. Había una sala al lado de otra, hasta llegar a veinte. Ahora los sustituyeron casas de máquinas de juego, y la calle es frecuentada por el lumpen urbano.

Pero volvamos por Lavalle y, al atravesar de nuevo la 9 de Julio contemplemos el famoso obelisco, a una manzana de distancia. Continuemos por esta calle otras once manzanas y llegaremos a la intersección con la calle Junín. En los alrededores perduraron, hasta finales de los años veinte, los lupanares de la organización prostibularia de judíos polacos conocida como Zwi Migdal. Los buenos judíos burgueses lidiaron con ellos hasta lograr que desaparecieran, aunque en realidad se trasladaron a Brasil. El premio Nóbel Isaac Bashevis Singer nombra a esta calle y a sus rufianes de entonces en la novela Escoria, pero fue el escritor y periodista francés Albert Londres, desaparecido en alta mar en 1932, quien mejor trató el tema. En Los siete locos, la imprescindible novela de Roberto Arlt, autor que tanto aprecia Enrique Vila-Matas, aparece el personaje de Haffner: el Rufián melancólico, uno de esos héroes imperecederos de la literatura. Haffner bien podría haber integrado la Zwi Migdal, aunque antes fue profesor de matemáticas. “Con mi cátedra iba viviendo, cuando en un prostíbulo de la calle Rincón encontré una noche a una francesita que me gustó”, dice.

No es oro todo lo que reluce.
En la calle Rincón, en la esquina con la avenida Rivadavia, estaba el renombrado café de Los Angelitos. “Café de los Angelitos, de Rivadavia y Rincón”, canta el tango. La avenida Rivadavia tiene fama de ser la más larga del mundo, así como la 9 de Julio la más ancha. Apunta al oeste, y se interna en la provincia de Buenos Aires. Los barrios que atraviesa en su huída de la ciudad, muchos de los cuales glosó Arlt en Aguafuertes porteñas y en su novela autobiográfica El juguete rabioso, son El Once, Almagro, Caballito, Flores y Floresta. En Flores habita César Aira, y muchas de las ficciones del autor de Ema la cautiva y Cómo me hice monja transcurren en dicho barrio. Si volvemos por esta avenida en dirección al centro nos toparemos con la Plaza de Mayo, circundada por el Cabildo, la Catedral, el ministerio de Economía y la Casa Rosada, que es la sede de la presidencia. Por esta plaza desfilan desde hace años las madres de los desaparecidos y asesinados por la dictadura de los generales. Las huellas de la tragedia y el crimen permanecen, y nos recuerdan que no todo es radiante en la ciudad que algunos llamaron “la París de América”, aunque yo prefiera suponer que París es la Buenos Aires de Europa. Si continuamos andando un poco más llegaremos a la orilla del inmenso río: “¿Y fue por este río de sueñera y barro/ que las proas vinieron a fundarme la patria?”, escribió Borges. El Río de la Plata, cuyas aguas vienen cayendo desde el trópico. El río que inspiró a Gardel y le hizo cantar “Buenos Aires la Reina del Plata/ Buenos Aires mi tierra querida...”

Publicado en la revista Qué leer, número 58, septiembre 2001

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